Carlos Fajardo Fajardo nació en Santiago de Cali, Colombia. Poeta, investigador y ensayista. Filósofo de
Sus poemas y ensayos han sido traducidos al inglés, italiano y portugués. Ganador del premio de poesía Antonio Llanos, Santiago de Cali 1991; segundo premio en el Primer Concurso Nacional de Poesía ICFES, 1984; Mención de Honor en el Premio Jorge Isaacs 1996 y 1997; Mención de Honor Premio Ciudad de Bogotá, 1994. El premio de poesía Jorge Isaacs le fue otorgado en diciembre de 2003.
Es un hecho, la diversidad cultural contemporánea nos obliga a pensar en la complejidad del mundo como pluralidad y unidad. De allí la necesidad de reflexionar sobre un ambiente heterogéneo donde sea posible concebir una escritura de ideas, o bien, citando a Milán Kundera, una “metáfora que piensa”. [1] Metáforas que piensen desde múltiples técnicas escriturales y tópicos culturales; que edifiquen proyectos estéticos no sólo con una visión de ganancia personal en procura de fama, sino que surjan de la profunda necesidad de realizarse con autenticidad y pasión. Fuerza, valentía, lucidez viviendo; intensidad y compromiso en los albores de una vida vivida en toda su dimensión efímera. Allí está el poeta tratando de registrar lo fugaz de una cotidianidad rica en contrastes, como también desteñida y superficial en su desnudez. El auténtico poeta exige que una ética crítico-creativa justifique y fundamente sus búsquedas. Su obra es isla y continente, solitaria y solidaria. El artista está prisionero en las redes de su arte que es también su libertad. Está prisionero de su memoria creadora pero jamás del olvido. “Los poetas no olvidan”, dice alguno de mis versos. Más allá de olvidar, transforman los recuerdos, los vuelven presencia, murmullo donde antes sólo había silencio. Es la invención de un organismo estético fluyente, impuesto frente a la liquidación atroz que el tiempo y la historia introducen en todas nuestras conquistas. Memoria poética frente a olvido histórico. De allí la importancia que posee el artista para mantener presente la edificación de una cultura y evitar que sus recuerdos sean guillotinados.
La protección de la memoria tal vez sea el sino del poeta. Su labor riega los surcos de la cultura con vastas y agudas obras que la prolongan, la transforman, la conservan. Pero la memoria del poeta va más allá de nostalgizar lo que fue o pudo ser. Su pulsión está en eternizar el instante inmediato, plenamente vivido como un todo, sea pobre o exuberante. No busca perpetuar tampoco la tradición ni repetir, sin innovación poética, una realidad simple e inmediata. Su ética se lo impediría y, a cambio, le exigiría buscar lo no expresado, hacer visible lo nunca visto, situarse en otras fronteras, superar lo que estandariza la rica variedad de lo existente.
La lucidez del poeta fusiona la pasión poética con la razón crítica como un rechazo a lo fosilizado. Su proyecto de renovación estética se une a un proyecto de cambio ético, como garantía de calidad y calidez en su obra. Frente al lenguaje impone la necesidad profunda de transformarlo, estremecerlo, subvertirlo. He aquí una propuesta de crear nuevas formas de ver, pensar, cifrar y descifrar el lenguaje; una apuesta para cambiar la sensibilidad. Estos son sus signos de valentía creadora; signos de asumir con vitalidad sus contradicciones y ambigüedades personales y colectivas, para construir con ellas una obra rica en divergencias, heterodoxa, compleja. Valentía para desentrañar el lado oculto de lo real y para fundar otras realidades, posiblemente aún no horadadas.
“Cambiar el lenguaje no es cambiar al mundo, pero el mundo no cambia si antes no cambiamos el lenguaje” [2] ha dicho Octavio Paz pidiendo al artista y al poeta sostener una actitud crítica y de reflexión sobre el lenguaje; una urgencia que va más allá del campo artístico y atraviesa el económico y político. Como un permanente vigía, el poeta se propone contribuir con su creación a un plan social civilizatorio, ético y político. No sólo servirse del lenguaje sino servir al lenguaje para transformar su praxis estética en praxis social e histórica, como también en búsqueda de una autonomía, tanto de sus medios técnicos y formales, como de sus conceptos y nociones artísticas.
Ante la explosión masiva de lo espectacular; frente a la propagación en red de una paranoia colectiva; en medio del delirio esquizofrénico de las guerras virtuales y reales; junto a los aplausos a las destrucciones y asesinatos, el pensamiento crítico se transforma en el antípoda de la producción en serie de la manipulación tecno-cultural ideológica, ejercida por los poderes políticos y los intereses financieros del capitalismo avanzado.
Conocimiento y fundación
Si existe algo todavía lleno de misterio y encantamiento, aún no del todo secularizado es el acto poético. Sin embargo, ello no imposibilita que tengamos un contacto, tanto emocional como reflexivo, con su universo lleno de símbolos y sentidos.
Creo que no existen fórmulas absolutas, ni públicas ni secretas, para construir ese ser maravilloso y vivo que es un poema. Tal vez no existan inmóviles paradigmas para levantar su heterogénea arquitectura. Pero si es posible conocer algunas fundamentales piedras para que su edificio múltiple y único no se derrumbe tan sólo al leerlo, y son de algunas de estas piedras angulares sobre las que aquí reflexiono.
Más que un inventario y una representación, que un medio de comunicación, la poesía es fundación de realidad y anticipación de la misma. Se anticipa a estas constelaciones fácticas que llamamos “realidad”, poniendo ante nuestros sentidos lo que de ésta escapa, lo que jamás la realidad, con toda su riqueza, nos dará. De esta manera, en una complejidad mayor, el acto creador es descubrimiento, asombro, sorpresa ante aquello que está allí viviendo cotidianamente, pero que nuestros ojos, ciegos en su rumor, no habían vislumbrado en medio de tanta fugacidad.
En la veloz marcha de la vida, la poesía se constituye en exploradora de lo desconocido-conocido; su aventura está en lograr expresar lo inexpresable, descifrar lo indescifrable, construyendo ante todo el encantamiento. No debe existir, entonces, temor en el poeta al introducirse en los mecanismos ocultos y conocidos de su época. La poesía es la antorcha que acompaña a su creador en el descubrimiento esencial, y entre laberintos y abismos le ayuda a escoger el sitio para su fundación verbal. Vidente, decía Rimbaud. Un vidente sin recetas, sin fórmulas, sin etiquetas, sólo con una tradición, una historia, de dónde reciclar lo mejor para proyectar su mirada en el tiempo.
Es esta exploración, desde y por el asombro, es esta indagación la que transforma la poesía, más que en arte decorativo y de confort, en “el peligro de los peligros”. Tal vez su existencia y su resistencia en sociedades del marketing y del consumo, como las que actualmente padecemos, resulten algo extravagante e “inútil” para un público comprador, quien le exige ser constructora pragmática para sanar el cáncer de la época. Su ideal no es curar mesiánicamente corazones enfermos, ni hacer acciones de caridad. Pero, en lo profundo, ayuda a vivir, se constituye en gran compañía para la vida; contribuye a despertar la interrogación, la sensibilidad y la emocionante comunión entre los hombres. Cómo la han alejado de nuestro proceso educativo, siendo la portadora de la verdadera alegría del conocimiento, la exploración de los misterios. Difícil aceptarla entre las aulas, pues es “la sal en la taza de café” , “ un soplo de fuego en el oído”.
Certifiquemos a la poesía por hacernos posible crear otro orden de lo real cuyos efectos sensibles dejan hondas huellas en nuestros afectos. Hemos dicho un orden de lo real más allá de la simple y llana dimensión de lo que llamamos “realidad”, y esto sólo es posible y alcanzable gracias al lenguaje, a un lenguaje que unido a la experiencia vital, a la imaginación, a la emoción, al deseo, a la reflexión, comienza a generar uno de los más altos acontecimientos en la existencia humana: la fundación de un Ser a través de la palabra, donde las cosas brillan como por primera vez.
Más que un instrumento utensiliar, la palabra en la poesía es una protagonista del drama al instaurar realidad, al crear presencias; y es maravilloso ver cómo crea presencias de cosas ausentes, deseadas; cómo sonoriza nuestros silencios, nos vuelve memoria, se tiende sobre nuestros vacíos. De este modo acontece como mostración más que demostración, apalabramiento de algo que hasta hace poco no se dejaba admirar.
Instrumentalizar el lenguaje, con la lógica de la razón utensiliar, no hace parte de la gracia de la poesía. Su maravilla está en generar otras miradas, otros olores y sabores, mil formas de observar las dichas y desdichas del calidoscopio que somos, de reconocernos en la palabra como ante un fragmentado espejo donde posamos nuestro rostro y dialogamos con ese ser tan lleno de nosotros.
Conocimiento, fundación, afirmación de ciertas dudas que pagamos por estar vivos, son algunas de las odiseas a que nos lanza su lenguaje, demoliendo esos diques que impiden ver con maravillados ojos la gran multiplicidad de los ritos y venires de nuestro tiempo. La palabra en la poesía es conciencia del estar y habitar el mundo. Es por ello que su trabajo merece profunda vocación y rigor. No admito el facilismo en el trabajo escritural. Escribir como quien muere, dijo algún poeta. Escribir para no morir, se registra en alguno de mis versos. Escritura y vocación, profunda obsesión surgida, según Rilke, de la humana necesidad de nombrarse, de justificar una vida. De manera que escribir no es sólo un simple oficio, es construir una forma de ser, de justificar la existencia sobre la tierra. “La poesía es palabra en el tiempo”, nos dejó dicho don Antonio Machado. Las circunstancias de una escritura rigurosa, cuidadosa, amorosa de ella misma, llevarán siempre a que algunas de nuestras justificaciones, manifiestas en poemas, perduren en unos cuantos corazones.
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