El digno osario
Ayudado por su gran memoria el elefante se dirigió al único lugar donde los demás lo dejarían solo.
Un elefante no entra a un cementerio salvo si quiere morir.
Pasos decididamente lentos mueven las columnas de sus patas, su andar arenoso.
Se deja caer como un mundo en el lugar elegido.
Una montaña gris respirando lentamente.
Tal vez sea derecho, tiene el colmillo de ese lado más desgastado.
Deja un ojo en tierra, el otro apuntando al cielo. El cielo que revolotean los buitres volando en círculos.
Esqueletos blanqueados al sol, por los carroñeros, por el tiempo. Ruinas blancas de otras vidas.
La manada lo sigue a unos centenares de metros de distancia. Sin embargo no penetran el campo de las enormes osamentas. Están afuera esperando. Cuando lo ven inmóvil, tirado a un costado pronuncian los más viejos un profundo bramido que los hombres y los animales de menor tamaño no pueden escuchar, no alcanzan a oír. Un sonido de muy baja frecuencia. El quejido sordo de la sabana, un elefante está muriendo. Es el ulular de un buque, las orejas flamean extendidas. Formados en abanico, las demás bestias de la manada le dedican una última mirada. Y se retiran solemnemente.
Criatura yunque, bestia imán con conciencia de la muerte.
Imágenes caóticas se suceden en la mente del animal, se ve peleando, nadando de noche bajo la luna. Empieza a delirar.
La muerte se toma su tiempo para dominar sus toneladas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario