3 de mayo de 2009

Sfumato por Osvaldo Picardo ( Mar del Plata


Osvaldo Picardo ( director de la Revista La Pecera)

…se empezó a pintar con el nombre Retrato de dama, tal vez Henri James lo tuvo presente cuando escribió su novela. Pero, nadie lo llama así. Ese título lo borró la fama. Hay finísimas y pacientes capas de pincel con que se logra el efecto del sfumato. Recuerdo los detalles casi de memoria...
Así empezó su historia aquel hombre, medio borracho, que se había colgado de mi brazo para caminar por la ribera del Sena. Era sorprendente que tuviera cerca de noventa años y aún pudiera coordinar magníficamente el alcohol y las palabras.
... el sfumato –continúo diciéndome- es la clave para copiarla sin que pierda esa mirada impresionante...Vio que acecha, que es una mirada que desde cualquier ángulo, mira al que la mira. Sí, ella nos sorprende de golpe, pero no es que esté solamente mirándonos desde su inmovilidad de siglos, con las manos encimadas, y sobre todo, con una sonrisa apenas recíen esbozada. No, querido amigo, es otra cosa...
Este hombre con acento italiano parecía estar a punto de hacer una confesión. Seguramente se trataba de una confesión que había ya hecho muchas veces a otros muchos turistas, que como yo se encontraban mirando ese cuadro en el famoso Museo. Pero el rito de la memoria y del hábito terminan por acomodarse hasta que no difieren el uno del otro. El italiano me miraba como ese cuadro que nos miraba. Y dijo:
...¿Leyó Usted el Retrato Oval de Poe? Ah! La vida, sí señor. La vida arrancada por el arte. Eso es el efecto que nos produce. No es que nos esté mirando si no que la muy hija de puta nos dice que está más viva que nosotros...¿Me entiende? No todos los artistas que vinieron después pudieron soportar esto. Algunos no tuvieron más remedio que hacer sus copias y, como Duchamp, añadirle barbita y bigote a una postal barata, con una inscripción debajo: elle a chaud au cul, o sea ella se sonríe porque tiene el culo caliente...
El viejo me había salido al encuentro en el salón Carré, donde estaba esta pintura que fue pintada en 1503 por Leonardo Da Vinci. Exactamente. La Gioconda o Mona Lisa. Por el viejo pude saber que no sólo sufrió retoques y retoques sino que comenzó desde entonces su laberinto de historias y sospechas. Cassiano del Pozzo y el pintor Vasari identificaron a la modelo como Lisa Gherardini, casada con Francesco Bartolomeo del Giocondo; pero, según me iba explicando aquel desconocido, fue un tal Antonio de Beatis, amigo de Leonardo, quien cuenta que oyó que se trataba de “cierta dama florentina hecha del natural a petición del difunto Magnífico Juliano de Medici”, quien la devolvió a Leonardo cuando se casó con otra mujer, que por cierto debería ser muy celosa...
El aire del río comenzaba a ponerse frío. Lo denuciaban los gorriones y el ruido de los autos y de la gente que se apresuraba hacia sus destinos. Aparecía ante mí la típica postal de París, con el Louvre detrás. El viejo, sin embargo, no parecía querer irse ni terminar de una vez su confesión. Era evidente que además de servirme de cicerone por el museo -“a muy bajo precio”-, disfrutaba de esa repetición de la historia con que acompañaba los comentarios de las obras maestras. Supe muchos años después, que el viejo no murió de viejo. Vivió hasta los 102 años y lo atropelló un coche cuando, a las puertas del Louvre, se disponía a atrapar otra víctima de sus historias sin fin. Con la noche encima y una llovizna fría que empezaba a molestar, decidí invitarlo a comer un locro en un bodegón de unos amigos bolivianos.
El exilio ha forjado rinconcitos de nostalgia gastronómica, microcosmos de olores y sabores, de sonidos hechos para la lágrima fácil y la canción compartida. Son grietas abiertas en los mapas de las ciudades más extrañas donde han ido a parar los desterrados de Quiroga y los descolocados de Cortázar. En uno de esos agujeros caímos los dos, para que Doña Cervina hiciera la mueca de disgusto argentinofóbico con que siempre me recibía, esto antes de aceptarme entre sus huéspedes una vez que lográbamos llegar a un acuerdo sanmartiniano de patria grande y libre. El viejo italiano, a no ser porque había conocido a otro argentino en otras épocas de gloria y aventuras, nada entendía de estas ríspidas beligerancias diplomáticas de sudamericanos. Y poco le importaban. Por eso mismo, siguió con su historia, mechada de datos y anécdotas. Me explicó que hay numerosas copias e imitaciones de este cuadro famoso, que las mejores copias están en el Prado y en los Museos de Munich, Baltimore, Tours y Bourg-en-Bresse...
Entrada la noche, con el locro calentándonos las tripas, nos despedimos con un apretón de manos y el intercambio de direcciones. Su nombre, que en ese momento me pareció irrelevante, fue una sorpresa increíble pocos años después, cuando el mismo amigo boliviano que me avisó de su muerte, me contó la otra parte de la historia. Se llamaba Vincenzo Peruggia.
Al parecer, un argentino autodenominado Marqués de Valfierno, socio de un anticuario y restaurador francés, Yves Chaudron, se dedicaban en Buenos Aires a pintar falsos “y asequibles” Murillos que vendían a viudas acaudaladas. Pero fue en París donde Valfierno y Chaudron planearán su golpe maestro. Chaudron iría al Louvre, donde copiaría la “Gioconda”, de acuerdo con la normativa del Museo, a un tamaño menor que el original. Ya en su taller, pintaría seis copias a tamaño natural sobre madera de álamo, procedente de un mueble italiano de la misma época que el cuadro original.
La segunda parte del plan consistía en asociarse con un italiano que había trabajado en el Louvre y conocía todos sus rincones. Sí. No era otro italiano. Era mi cicerone don Vincenzo Peruggia.
De esta manera, un domingo por la tarde se trasladaron al museo y se escondieron en un ropero. El lunes el museo estaba cerrado al público, pero los empleados, vestidos con una simple bata blanca, trabajaban, entre otras cosas, en trasladar obras al cuarto de fotografía. Por la mañana, los ladrones se vistieron con bata blanca, descolgaron tranquilamente el cuadro y lo llevaron cerca de una salida, allí, le quitaron el armazón, marco y cristal, que pesaban unos 88 kilos, Valfierno se escondió la tabla bajo la bata, y esperaron que pasara por allí el sereno. Le pidieron que les abriera, y salieron. El portero del patio estaba durmiendo la siesta, así que no hubo demasiados problemas.
La noticia no trascendió hasta el día siguiente, es decir el martes. Para entonces, el original estaba en manos del tano, mientras que Valfierno y Chaudron se dedicaron a vender, en los Estados Unidos, todas las Giocondas falsas, aprovechando el suceso del robo que ellos habían provocado.
La obra apareció en 1913, cuando Peruggia la ofreció por medio millón de liras a un marchante florentino, con la sola condición de que fuera expuesta en los Uffizzi. Al comprobar la autenticidad de la obra, escondida en el doble fondo de un maletín lleno de ropa interior, el marchante avisó a la policía, que recuperó la obra. Peruggia afirmaba que la Gioconda había sido sustraída al pueblo italiano por Napoleón, por lo que su robo estaba justificado y era un acto de justicia. Fue condenado a una breve pena de cárcel que ni siquiera cumplió.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Un relato interesante, lleva al lector a desear el final. Buena tensión escritural. Un saludo




Bettiana

Anónimo dijo...

Un tema que atrae y muy bien deesarrollado. Un saludo


Germán