17 de abril de 2010

Antígona en la esquina de mi casa por Cristina Pailos






Fue un domingo gris plomo en agosto de 1982. El frío era tan intenso que dolía y acentuaba la tristeza y rabia de tantos años. La ciudad parecía el patio de un penal. Muy poca gente en la calle y casi todas las persianas de los edificios permanecían bajas
La Guerra de Malvinas había terminado en junio y las banderas argentinas que habían ondeado en los balcones, se veía ahora sucias, enganchadas y solas Antes de cruzar la calle para ir al quiosco de la esquina me senté en un banco de la plaza seca , esas playas creadas por los urbanistas de la dictadura sin flores ni césped y bancos muy separados unos de otros para evitar que se rompiera aquello de que “el silencio es salud”, supongo. Seguí mirando las banderas hechas jirones por un rato. Quizás los habitantes de los edificios querían olvidar los accesos de patriotismo o nacionalismo espasmódico de los días de guerra cuando los medios repetían “estamos ganando” y ahora no las querían ni ver. ¡Que loco! como se dice ahora. Y así, se sumaba ahora otra generación perdida.
Pero fue la brabuconada final. El gobierno se debilitó y la voz de las Madres reverberaba con más potencia en todo el país. Algunas reclamaban la aparición con vida de sus hijos y otras, querían que se desenterraran las tumbas de los N.N que poblaban los cementerios. Entonces se ignoraba que los cadáveres podrían estar en cualquier parte, hasta en el fondo del río. Cualquiera fuera la posición de las madres, todas eran el coro de la tragedia.
Era casi mediodía y apuré el paso hacia el quiosco de la esquina antes de que cerraran. Un sol muy tenue parecía abrirse paso entre los nubarrones de frío pero no llegaba a calentar.
Siempre iba al quiosco de la griega con rechazo. Esa mujer grandota y autoritaria, de mirada hostil y desconfiada. Jamás una palabra amable. Todos los días una se sentía desconocida. Siempre seguía a los clientes con la mirada como si sólo esperara que la estafaran con el dinero o pudieran intentar llevarse algo del desordenado mostrador o por qué su presencia intimidaba de aquel modo. Lamentablemente era el quiosco más cercano y por eso el vecindario la aguantaba. Admito que alguna vez creí descubrir un esbozo de ternura y misterio en su mirada que me confundieron pero de inmediato me corregía: mejor no enternecerse con desconocidos tan raros. Por algo nadie la quería y ella no parecía conmoverse por nadie.
Al transponer la puerta, encontré lo que nunca hubiera esperado. Ella hablaba y hablaba y tres o cuatro clientes la escuchaban muy animados y cuando podían intercalaban algún comentario, porque ella no paraba nunca. Era la griega transfigurada.
Después de años y años estaba escuchando las voces espontáneas y sencillas de la calle comentando la situación del país ,criticando a la Junta, vomitando sensaciones de sangre y dolor.. No lo podía creer. Justamente ella. Nunca le pude expresar a la griega mi agradecimiento. Me había devuelto la imagen de seres humanos, no de zombis y ahora con un gesto me estaba incluyendo en esa especie de ágora en que se había convertido el boliche. Escuché sin interrumpir. Era fascinante
- Es una realidad de mierda. Todo el país sometido a hijos de puta que pueden hacer lo que quieran con la vida y el pensamiento de la gente. La pucha que es pesado vivir desconfiando porque nos transformando en ovejas o delatores. Que se yo…mierda.
Y mientras más se enfurecía, más fluían las malas palabras. Por momentos sus ojos se humedecían, asomaba una sonrisa tierna y se volvía a endurecer. Alzaba su mirada hacia lo alto clamando justicia en actitud entre religiosa y teatral pero seguía.
-Esto de las madres desesperadas queriendo desenterrar cadáveres para ver si entre ellos están sus hijos es muy doloroso y me hace recordar a una obra de teatro que vi en Grecia, mi país, en uno de los viajes que hice. Fui con una sobrina a uno de esos teatros viejos, viejísimos que hay allá, y bastante rotos, la verdad sea dicha.
La obra era sobre algo que pasó hace mucho tiempo en mi país. Una chica estaba desesperada por enterrar a su hermano, que había participado en una guerra, que se yo, pero que el dictador de mierda que gobernaba entonces no quería. Era un hijo de puta como estos generales que tenemos aquí. Quería que se pudriera al sol. ¡Que valiente esa chica! A ella no le importó que la castigaran ¡Como me gustaría que ustedes pudieran ver esa obra! No me acuerdo como se llamaba pero no creo que aquí la den. ¡Pobre chica! ¡Cómo lloré! Su hermana era una cagona que trataba de desanimarla pero la chica no se dejó influir. Y tenía razón porque para nosotros, por la religión ortodoxa tenemos la obligación de enterrar a nuestros muertos.
La griega no tenía noticias de que había hecho aparecer a Antígona en una versión espontánea fantástica. Una verdadera epifanía para tiempos de tragedia. Yo estaba muda y apasionada escuchando su relato.
– La valentía es la misma, sólo que la chica de la obra que les cuento quería enterrar y las madres de Plaza de Mayo quieren desenterrar
o que les devuelvan sus hijos con vida, y la hijaéputez de los mandamás también es la misma.¡Por qué tienen que suceder estas desgracias en todas partes y en todos los tiempos! porque eso que se mostraba en la obra de teatro ocurrió de verdad en mi país.
Y cuando el corrillo se estaba disolviendo, agregó: Como griega me emputece tener entre nosotros a un descendiente de paisanos que salió monstruo: el mierda de Cristino Nicolaides.. Tienen que pagar por lo que han hecho.

*Cristino Nicolaides fue Jefe del Ejército e integrante de la cuarta Junta entre 1982 y 1983

Cristina Pailos, luego de varios años porteños reside nuevamente en Mar del Plata.


Gracias Cris por este aporte para el blog. Compartiendo la Utopía,

Silvia

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Excelente relato, con el humor lográs contar el horror. Tods tienen que pagar lo que han hecho, y los escritores son quienes testimonian la historia

Alicia Diaz

Anónimo dijo...

Es la primera vez que leo algo tuyo, y me pareció muy bien manejado el tema y la tensión del mismo.
Un saludo,

Marcela