L a h u í d a *
por Andrés Aldao
Jadea. Acurrucado en ese insólito palomar, Abelardo, absorto, observa despuntar los techos de Almagro. Terrazas, techos de chapa acanalada, algunos oxidados y otros embadurnados de alquitrán. Por allí asoma, como un obelisco en el desierto santiagueño, un edificio de varios pisos.
Abelardo jadea. el sol lo entibia; se siente feliz. Por un tris se escurrió de la patota.
Jadea. Abelardo rememora −entre imágenes truncas− lo ocurrido esa tarde. De pronto hace una pausa, frunce el entrecejo, se esfuerza por coordinar sus recuerdos: “¿Hoy ocurrió?”, se pregunta...
Queda preocupado; el lugar coincide, pero el cuando, el tiempo, giran como un trompo y le generan un vacío en la mente. La angustia lo anuda, lo presiona y lo inquieta.
Abelardo aleja el cuando; continúa con sus reflexiones. Algunas palomas, mientras tanto, ronronean manteniéndose a prudente distancia. De pronto, influido por los efluvios de su imaginación, Abelardo, sin saber por qué, recuerda una película del lejano oeste en la cual el protagonista, herido, yace rodeado por la aridez del paisaje agreste y solitario mientras la cámara enfoca a unos pájaros siniestros que revolotean al acecho de un festín que presienten cercano.
Ahora vuelven las evocaciones... Allí está la patota −rememora− cuatro o cinco tipos con metralletas.
Él los ve: no vacila. Llega al patiecito de su casa y se desliza hacia la vivienda de abajo. El vecino le pide que se vaya. que no lo comprometa. Abelardo atraviesa el largo pasillo, sale, y sin pensarlo corre y corre, jadea y jadea, llega a la esquina, dobla y escucha el chirrido de los frenos, los gritos de la patota, y los disparos. esos mensajes agoreros de sombra y muerte.
Abelardo se convierte en pájaro, Corre, vuela, jadea y salta sobre los techos de Almagro hasta encontrar el palomar. Allí llega, jadea, transpira. Pese a la angustia, Abelardo sonríe y dice sin voz: Jodí a los hijos de puta, ¡cómo los jodí!
Estaba tirado sobre la vereda, en la ochava. Pequeños arroyuelos de un matiz púrpura triste le coloreaban la camisa. La barbita blancuzca resaltaba la palidez del rostro. Los ojos abiertos parecían contemplar fíjamente el cielo, bordado de nubes grises... como duelo y cenizas.
Una sonrisa, apenas esbozada, le daba a ese rostro fatigado una extraña sensación de vida. Parecía jadear. Instantes previos, Abelardo había comenzado a recorrer el largo itinerario de un exilio sin retorno. Fue el 1º de noviembre, año 1974, día de todos los muertos
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