24 de junio de 2008

Narrativa Juan Carlos Onetti


Mañana será otro día

La lluvia había dejado las Ramblas casi vacías y sólo quedaba gente agrupada en el café encristalado donde, desde meses atrás, no la dejaban entrar.

La Sonia, de pie en el portal de la casa vacía, vio que la lluvia pasaba fatigada, amansa llovizna, la vio cesar
mientras crecía el frío del viento, y pensó que aquello era un signo de buena suerte. Un poco más lejos, del otro lado del ancho paseo, las luces de la ciudad comenzaban a encenderse. Empezaba la noche y respirando el aroma tristón de su abrigo mojado, la Sonia pensó que también empezaba la esperanza. Sonrió, sin creer de verdad, como una niña a la que le recitaban un cuento ya oído e inverosímil.

Volvió a tantear la rizada peluca rubia y con gran cuidado- tenía las uñas muy largas- fue estirando las
medias caladas que sostenía el portaligas.

Volvió a sentir hambre y recordó que tenía un sándwich de jamón en el bolso. Pero no
podía estropear el dibujo de boca que se había hecho con el rouge y con tanto cuidado. También recordó que hasta fin de mes estaba en orden con la policía y se obligó a caminar, acercándose al borde de las aceras para sonreír a los coches, mover las caderas y detenerse fingiendo buscar algo en la enorme cartera. Pero nada, nadie, y sin dinero para probar suerte en los bares donde todavía le dejaban entrar.

Era la noche y después fue la
madrugada en el barrio sucio de la gran ciudad. Y Sonia, ya sin hambre, casi sin esperanzas continuaba caminando sobre el dolor de los tacones de aguja.

Se repitieron los diálogos breves con los hombres que pasaban.


— Vamos. ¿Vienes?

— Que te den por saco.


— Eso quiero. También yo te puedo dar si quieres enterarte.

Hombres y hombres y su asco por ellos. La luz limpia amenazaba llegar desde el puerto y las otras se iban apagando. Subió las escaleras pisando con las caras medias de seda. Abrió la puerta manchada — ¿Cómo te fue?

— Como la mierda, nena. Estoy hambriento. Creo que teníamos una lata de sardinas y quedó pan del
desayuno.

El chico, moreno y flaco se levantó de la cama y se puso a revolver el armario; dijo con voz de mimo y queja:

— Todavía no me besaste.

— Ahora.

Frente al espejo la Sonia se quitó la peluca y se acarició las
mejillas.

—Otra vez barbuda.

Después se desnudó y estuvo
mirando los pechos hinchados con parafina y el sexo que le colgaría tembloroso e inútil hasta después de las sardinas.



Las tres de la mañana

La última patada lo hizo chocar contra la pared gris de la celda. Golpeó con la cabeza y tal vez haya tenido tiempo, un segundo, para agradecer el desmayo, la inconsciencia, el olvido de los tormentos.

El milico cerró la puerta, colgó vertical la metralleta de la mano izquierda mientras con la otra rebuscaba en procura de un pañuelo para secarse la cara. Era joven y había mostrado, hasta que se lo prohibieron, un pequeño bigote que no quería crecer.

La celda sólo tenía un camastro con una tabla por colchón, un balde ya hediondo de viejos orines y excrementos y, muy alto, un cuadrilongo protegido por alambre.

Cuando creyó despertar, noche o mañana, frío y sudoroso, no supo quién era. Se fue acomodando a esta personalidad que los hacía feliz, que era feliz y estaba no sólo despegada de todo pasado sino también del tiempo.

Era el otro, con pasado y destino indiferentes, con lacra, con dolor, recuerdos y esperas. Él estaba libre de la vida, libre de tantos miles de hombres mierdas empeñados en que el vivir fuera inmundicia y espinas. Él estaba libre y lúcido, despojado de todo, como recién nacido. Eran las tres de la mañana, aunque él nada sabía de horarios. Las tres de la mañana, hora en que traen a Comandancia el camión negro abrumado de prostitutas, de llantos, risas y palabras sucias que tropiezan con el bajo techo y caen sin sentido o destino, sin lastimar, sin rozar siquiera a nadie. Palabras muertas de tan viejas, de vuelo lento y corto. Ya nada más que palabras, la nada. Eran las tres de la mañana y era posible sentir y crear la invisible presencia del otro a su lado; inmóvil y tal vez con su recuerdo de ahogos en una tina donde flotaba la mierda; de inefables corrientes eléctricas del pene a la nariz o al revés, alternas o permanentes. Sin recuerdo de las trompadas del primer mierda, caricias olvidadas.

Comprendía sin interés que en la Casa Grande había un exceso de bestezuelas con figura humana. Pero él quería retener, con las uñas que le quedaban, la felicidad titilante y la nada que nunca tuvo principio no fin. Simplemente estaba. No tenía importancia que el otro, por causa de la tristeza a su lado, su perdida mitad, construyera el poema inmortal erróneamente atribuido a Pavese, tan lejano de su estilo y preocupación.

Gracias a Artesanias.

1 comentario:

Anónimo dijo...

no puedo hacer comentarios a una obra que me deja sin palabras, sólo con el corazón abierto. Gracias por incluirlo.